lunes, agosto 10, 2009

El poroto


Lo conocí cuando tenía algo más de 1 mes de nacido. Con Mariana nos fuimos al albergue de animales con la intención de adoptar 2 gatitos. Una hembra y un macho. Nos llevaron a un cuarto en donde estaban todos los felinos. Eran como 40, de todas las edades, colores y tamaños. No tardamos mucho en identificar a la que sería más tarde Zaha. Una gatita gris con el pecho blanco. La más pintona del lugar. La misma tenía un hermano, de color blanco, que no paraba de maullar y de colgarse de las cortinas. Lo dimos por descartado. Mi hermana fue ipso facto a coger uno más bien crecidito, de manchas, oscuro y poco agraciado. A mi pregunta de por qué lo había elegido, ella me replicó: "Es que me da pena! Nadie lo va a querer adoptar!". Su argumento no me convenció, así que seguí con la búsqueda del acompañante de Zaha.

Proseguí, de rodillas, en examinar a los posibles candidatos que tenía a mi alrededor. No tardé en percatarme que había uno que se subía por mi espalda hasta llegar a mis hombros. Me lo saqué de encima. Al poco rato, el bicho repitió la misma operación. Lo miré con más atención, estaba casi en los huesos y con los ojitos a medio abrir. Ya estaba decidido. El gato me había elegido a mi. Nos lo dieron en adopción haciendo una excepción, ya que el minino estaba enfermo y, en esas circunstancias, no entraba dentro de los animales "disponibles". Sus ojos achinados me hicieron pensar en un nombre de la misma procedencia. Así salió Mao.

Mao se recuperó más rápido de lo previsto y no tardó en engordar y ganar tamaño, aunque bastante más lento y torpe que la avispada Zaha. Ella fue la primera en subirse a las paredes y, desde allí, a los techos de los vecinos, así como, poco más tarde, la primera en salir a la calle, cruzar al parque y vaya uno a saber qué otros lugares. Mao la seguía, pero siempre dubitativo y con mucha cautela.

Tendrían alrededor de 2 años, cuando un día Zaha no volvió de sus acostumbradas rondas nocturnas. Los habíamos operado a los dos, con la esperanza de que esto evitase que, como consecuencia del celo, se extraviaran, como ya nos había ocurrido con anteriores mascotas. Lima nunca ha sido una ciudad amistosa hacia los felinos. Operada y todo Zaha igual salía de juerga. Así que, como pasaban los días y la gata no daba señales de vida, empezamos a pensar lo peor. Más no en adivinar que a la semana sería Mao el que desaparecería. Recuerdo en ese momento como aquello me afectó. No recordaba haber tenido un gato antes que estuviera tan apegado a mi. Que me siguiera a la puerta cuando me iba o que me fuese a recibir, casi siempre desde la calle, cuando llegaba. O que viniese corriendo de donde estuviese cuando yo lo llamase: "Ven!". Felizmente, a los pocos días Mao volvió, magullado y con uñas quebradas. El veterinario luego nos diría que tenía visibles signos de haber sido golpeado. Vaya uno a saber quien o quienes habrán sido los malnacidos. Meses más tarde, casi como por milagro, reaparecería también Zaha, flaquísima, pero saludable. Aunque su regreso fuera, como lo sabríamos más adelante, solo un breve reencuentro. Zaha moriría atropellada al frente de la casa, por alguno que, por supuesto, no se dignó a parar o avisar.

Cuando me fui finalmente a Barcelona, hace 5 años, mi madre se quedó a cargo de mi minino. No hace mucho tiempo atrás ella me había contado que el gato tenía problemas para orinar, el mismo ocasionado por cristales que habría acumulado en la vejiga. Esto al parecer también ocasionado por el tipo de comida que consumía, que no era la más apropiada para un gato esterilizado. Le recetaron unas pastillas que el bicho nunca quiso tragar. Y, bueno, el asunto este parecía ser un problema que iba y venía, no algo constante. Hace unos pocos días Mao empeoró. El veterinario dijo que los cristales se le habían acumulado hasta formar una bola y que tendríamos que operarlo, pero que no había la urgencia de hacerlo de inmediato. Se equivocó. Mao dejó de existir ayer, a la edad de 9 años.