domingo, mayo 27, 2007

Motores

El otro día me fui a transformar mi peruanísimo brevete en un comunitario permiso de conducir. Lo podría haber hecho muchísimo antes. Creo que el convenio se firmó cuando la administración Toledo aún coleaba y a poco tiempo de mi llegada a estas tierras. Por lo que toca decir que conducir nunca ha sido una de mis prioridades, ni aquí ni allá.

No obtuve la licencia hasta los 25. No porque haya sido tan bestia que me la pasé desaprobando la prueba. Nunca tan inútil. Al menos en ese campo. Simplemente antes no tuve la necesidad. Aquella desesperación que asalta a casi todo adolescente cada vez de forma más prematura, para mi pasó desapercibida. Yo siempre (o casi siempre) fui más dado a la bici. Incluso en el caótico y violento tráfico limeño, donde sin miedo me hacía lugar entre combis, taxis y demás engendros. La necesidad de manejar simplemente me tocó cuando me cansé de depender de otras personas a la hora que había que volver a casa luego de la correspondiente noche de fiesta. Y también porque me cansé de tener que soportar al transporte público en trayectos largos.

Por otro lado, el auto siempre lo tuve, ahí al frente, un escarabajo más viejo que yo, que por varios años hizo las veces de maceta, entre mi rechazo y el miedo de mi madre por volver a meterse en el tráfico nuestro de cada día. Así que, ante mis nuevas necesidades, poco a poco lo fui parando y casi sin darme cuenta le fui agarrando cariño. El mismo auto que mi madre recibió de mi abuelo, que mi padre usó con fines políticos (militando) y laborales (haciendo taxi), que fue robado y milagrosamente recuperado. El auto en el cual mi madre nos llevaba al colegio en San Isidro, o a la Herradura tempranito por la mañana los fines de semana. El auto que pasó a ser mi propiedad (al menos a nivel escrito) por decisión de mi abuelo y que con mi ausencia ahora está en manos de mi hermanita, que lo mantiene fit, aunque aún puedo ver la abolladura que un imbécil me dejó de despedida antes de zarpar, no sin antes asegurarme que me lo iba a pagar.

Cuando regresé a Lima el año pasado me sorprendió la cierta facilidad que tuve en volver a utilizarlo. Esto sin contar que mis rutas alternativas se me fueron borrando de la memoria. Y que hasta olvidé por donde se le metía la gasolina! Lo básico lo he sabido mantener. Sin embargo, no me veo cómodo al coger el volante de uno en suelo europeo. Bueno, tampoco lo he intentado. El transporte público en Barcelona, aunque tiene sus bemoles (nada es perfecto), funciona bastante bien. Y en teoría hay intenciones de fomentar el uso de la bici. Pero la mentalidad de la gente por aquí sigue siendo pro-vehículos-quema-gasolina. Basta ver la gran afición que tiene la Fórmula 1 o la moto GP. O por qué el automóvil sigue siendo ese objeto de estatus-felicidad.

El otro día algunos de mis compañeros de trabajo discutían en la sobremesa qué coche les gustaría tener, y cada uno tenía una preferencia bastante clara (marca, modelo, color y sabor). El cuestionario no pasó por mis manos y yo sólo me acordaba de mi muy-muy y me afirmaba que el momento que nos toque conseguirnos uno, que no nos quede otra, tendrá que ser de los de hidrógeno.

1 comentario:

El Chato Heston dijo...

Punk:
El muy muy, la reja, el otoño limeño y la tortuga eran la composicion perfecta de tu jato. No había tortuga? bueno, Gonzalo decía que...